Decían que en la época de los romanos, la península Ibérica tenía tantos árboles, que una ardilla podía cruzarla de una punta a otra sin tocar el suelo. Bien, pues lo mismo ocurre en la Habana con la música. Música en los bares, música en las librerías, música en los taxis, y hasta la policía lleva música en sus coches. En las tiendas te dan ganas de bailar mientras estás comprando, o en la cola de los supermercados esperando a que te cobren. En los grandes almacenes la música se escucha fuerte y clara, y es inevitable andar por los pasillos sin contagiarte del ritmo de la cumbia, el mambo o el guaguancó, como si ello compensase la tristeza de estanterías semi vacías por la escasez y el bloqueo económico. Música en las casas, en los bares, en las calles, a cualquier hora del día, de la tarde o de la noche. Y mucha música en vivo, sin trampa ni cartón, sin electrónica. Grupos con jóvenes y viejos, mujeres y hombres, un grupo en cada bar, en cada esquina. Mientras uno marca el ritmo con la clave otros le siguen con la conga y el bongó, y la melodía la puede poner una trompeta, una flauta, o una guitarra. El vocalista no necesita micrófono, sólo una voz cálida y un vestuario como los cantantes antiguos, con sombrero y un traje de clase. La gente por la calle se detiene, los sillones de los bares se giran hacía ellos. Mientras cantan, unos terminan su plato de arroz con pollo, otros de camarones. Y quizás otros apuren su mojito, o su daiquiri, con los que ahogar la letra de algún bolero, que les haya hecho viajar hasta algún viejo recuerdo.
Jose Antonio Borrero