La noche en un camping en el corazón del Serengueti en muchos aspectos es muy parecida a la de cualquier otro camping del mundo. El sonido de las cremalleras de las tiendas de campaña, el olor a protector contra insectos, ropa colgada entre dos árboles, gente caminando con una bolsa al hombro hacia las duchas. Las risas, las conversaciones en chanclas y ropa ligera, en francés, en inglés, en italiano… hombres y mujeres que quizás se dediquen a la medicina, técnicos, funcionarios… charlando tranquilamente en un entorno donde desde hace millones de años han reinado los animales. Leones, elefantes, ñus, hipopótamos, guepardos, deben de estar por ahí fuera, esperando a que mañana ellos salgan a fotografiarlos. Lo único diferente es la cocina. Es una estancia en el centro del camping con unos grandes ventanales y unas mesas de piedra en el centro. Allí cada cocinero prepara la comida de su expedición. Les ayudan los guías que durante todo el día han conducido a los turistas por el polvoriento Serengueti, y que ahora se afanan por preparar una suculenta comida que los expedicionarios esperan hambrientos en una estancia contigua. Pero tras un par de horas de idas y venidas con bandejas, todos, trabajadores y turistas, se disponen al descanso. Los extranjeros se encierran en sus tiendas de campaña, y los tanzanos, después de limpiar la cocina y dejar afuera las bolsas con los restos de la cena, se acomodan en el mismo edificio con mantas y sacos de dormir. Poco a poco se apagan las luces, las voces, y cualquier signo de actividad humana entre la tela de las tiendas y las estrellas.
Bueno, ninguno excepto mi amiga Salma y yo. En unos bancos de piedra en el centro del camping apuramos el último chupito de ron, el último cigarro, y contamos historias de viajes lo más bajito posible para no despertar a nadie. Pero una sombra interrumpe la conversación. Ambos la hemos percibido de reojo. Es algo que se ha movido entre las tiendas, cerca del edificio de la cocina. Seguimos conversando, pero un ruido vuelve a interrumpirnos. ¡Allí! ¡Allí!… la sombra ha cogido una de las bolsas que se amontonaban a la entrada de la cocina. No se puede ver porque es un lugar muy oscuro, pero un ligero reflejo del plástico lo ha delatado. Salma entonces decide irse a su tienda. Yo también. Pero me da remordimiento hacerlo sin lavarme los dientes. Me coloco una de esas luces que se pegan a la frente y cojo mi bolsa, con la intención de ir al edificio donde están las duchas y los lavabos. Mientras me dirijo allí algo muy raro llama mi atención. Al final de la última línea de tiendas de campaña, donde se encuentran los arbustos que delimitan el campamento, observo unas luces. Parecen linternas, una docena de luces se mueven caóticamente, como personas que caminasen buscando algo. También se escuchan ruidos que provienen de allí. ¿Quiénes serán a esta hora? ¿Una excursión nocturna acaso? No sabía que existiese esa actividad. Pero al cambiar la orientación de la cabeza observo un efecto raro, y pruebo a mirar hacia los matorrales con la luz de mi frente apagada. ¡Con esto las luces desaparecen! Luego, no son linternas, son… ¡ojos!… ¡ojos que reflejan la luz!… Vuelvo a encender mi linterna y acelero hacia el cuarto de los lavabos. Pero al acercarme observo que por ese lado hay más “luces”, y además están mucho más cerca. Me cuelo en los baños y cierro la puerta. Trato de tranquilizarme lavándome los dientes, pero ya los tengo relucientes y tengo que decidir lo que voy a hacer. No me puedo quedar allí toda la noche. No he escuchado que nunca haya pasado nada, así que decido salir y volver por donde he venido. Miro hacia atrás y siguen las luces, pero no parece que hayan avanzado. Sin embargo, al llegar al edificio de la cocina observo que algo se ha internado entre las tiendas. Está oliendo entra las bolsas a la entrada de la cocina. Es una hiena. Puedo distinguirla perfectamente. Su figura, sus manchas, sus orejas redondeadas. Al apuntarla con mi foco me mira asustada con sus ojos centelleantes, pero luego se tranquiliza. Continúa trasteando entre las bolsas como un perrillo en cualquier barrio de una gran ciudad. Luego observo a otra que camina sigilosamente entre las tiendas para dirigirse al mismo lugar. Al pasar por delante de una cremallera cerrada pienso en el susto que se daría su inquilino si en este momento se despertase y le diese por salir. Las dejo tranquilas y continúo mi camino. Al bordear el edificio de la cocina me doy cuenta de que cerca de mi trayectoria hay otra que está bebiendo en un canalillo por donde el agua que sale de la cocina. Tengo que pasar a sólo unos metros de ella, ¿se espantará? Como no voy directamente no se asusta, continúa bebiendo, aunque no deja de mirarme. Es preciosa. No le hacen nada de justicia en la película del Rey León. Me dan ganas de acercarme más y acariciarla, pero un antiguo instinto me dice que no debo hacerlo. Termino mi viaje y me meto en mi tienda. Estoy cansado, pero no puedo dormir, no dejo de escuchar cómo hablan en la noche.
Jose Antonio Borrero