Las olas rompen contra el malecón como un ejército que se le lanzase sobre una muralla, y tras cada envite, toma un breve respiro para reunir fuerzas y atacar de nuevo. De la lucha brota una espuma que se eleva en el aire y cubre el acerado como una manta blanca, a la que apenas da lugar a secarse, antes de que la siguiente la sustituya. Nunca alcanza a los viejos edificios del otro lado de la avenida, a esos que, junto con los coches de los años cincuenta, componen una postal a color de otros tiempos.
Cuando cae la noche en el malecón, las olas parecen romper con más fuerza en los lugares donde las farolas alumbran la avenida. Los espacios vacíos se alternan con los iluminados, y cada cual puede elegir el más acorde con su estado de ánimo, o con su espíritu. Pero sin advertencia, el mar se calma, y entre ola y ola, la gente de la Habana Vieja sale de las calles y toma el muro del paseo. Se sientan a conversar, a comer, a beber, y unos tocan música y otros la bailan. Tratan de olvidar el rugir de la vida durante el día, embriagándose con el rugir del mar por la noche.
Jose Antonio Borrero