-La llegada
Navego en un pequeño barco a casi cuatro mil metros de altura, a través del lago Titicaca, en los Andes. Mientras el sol de la mañana se eleva entre las montañas, nos alejamos despacio del puerto de Puno y poco a poco se deja de ver la tierra. Si te trajesen aquí desde tu país y te soltasen desde el aire con los ojos vendados, al abrirlos pensarías que estabas adentrándote en cualquier mar del mundo, sin idea de en qué costa o en qué lugar, y sin embargo, este mar de agua dulce está en una cordillera entre las montañas, a casi cuatro kilómetros del nivel del mar.
El barco navega sin prisas hacia la isla de Amantaní. Allí una familia que me acogerá durante un día entero, lo he contratado previamente con una agencia en Puno. En la nave viajamos unas doce personas de varios países, todos van a lo mismo. Me han asignado un compañero para compartir hospedaje con la familia, se llama Lanfranco, es italiano pero habla bastante bien español y aparte de en edades cercanas coincidimos en las ganas de aventura y de conocer esta parte del mundo. Congeniamos rápido. Mientras hablamos el barco navega despacio, según tengo entendido tardará unas tres horas. Hago fotos, aunque ya en el interior del lago casi sólo se ve agua por todas partes. Me preocupa que la batería de la cámara está muy baja, ya aparecen las señales rojas de que se va a acabar, pero bueno, espero que a mi familia de acogida no les importe que la enchufe en su casa para recargarla.
Ya vemos la isla. Es pequeña, desde lejos se ve casi entera. El barco arriba en una ensenada de madera, y través de ella bajamos a una zona sin vegetación, con algunas casas. No veo ningún coche. El capitán del barco nos presenta a una mujer, que es quien nos conducirá a Lanfranco y a mí hasta nuestra casa en Amantaní. Es de mediana edad y muy baja estatura, cubierta con una especie de sallo con una capucha, casi como una monja. Nos dice varias cosas en español, pero en cuanto le pregunto algo no responde con claridad. Lo que sí entendemos es que quiere que la sigamos, y lo hacemos a través del pueblo, que está casi a continuación de la ensenada. Las calles principales son estrechas, por donde casi no cabe un coche, y cuando nos adentramos, en el interior se estrechan más todavía. Hay cuestas que nos son uniformes y difíciles de subir. Pero la mujer las sube sin dificultad. Vamos siguiendo a esa encapuchada pequeñita por el pueblo. Lanfranco y yo tratamos de colocarnos a su altura y darle conversación. Ella a todo dice que sí sin entender lo que le decimos y se ríe con una risa inocente, como si tratásemos de cortejarla.
Por fin llegamos a su casa. Está casi al final del pueblo, a las afueras, en una elevación desde la que se puede contemplar el lago. Me detengo para recrearme en las maravillosas vistas. ¡Qué magníficas fotos podré hacer cuando recargue mi cámara! Luego observo mi nuevo hogar, la construcción es de adobe, no tiene revestimiento exterior. Nos recibe en la puerta un hombre y otra mujer. Ambos parecen de la misma edad. El hombre se llama Ernesto, y nos dice en castellano que la que está a su derecha es su esposa, y la que me ha conducido hasta allí es la hermana de ella. Nos invita a entrar a un pequeño patio y nos indica a cada uno cual es nuestra habitación. La mía está situada en una planta superior de la casa, subiendo unas empinadas escaleras de madera que están al aire libre. Cuando entro, lo primero que busco es un enchufe para recargar mi cámara, pero no encuentro ninguno. Tampoco hay luces. Sólo una austera mesita de noche y sobre ella una vela.
-El almuerzo
Cuando bajo de nuevo al patio ya está preparada la comida. Una especie de pan-bizcocho muy rico al que llaman pankiki, con unos caldos vegetales y varias variedades de patatas cocidas que nunca había probado. Todo ello lo preparan en una cocina de piedra con fuego de leña, en el mismo patio exterior. El sol está afuera y se está bastante a gusto. La vivienda es muy modesta, desde el patio se accede a todas las habitaciones. Las puertas son bajitas, y casi todo está construido con adobe o con palos de madera. Al final del almuerzo nos preparan una infusión de “muña”, que es una planta que sirve para soportar mejor la altura. Ernesto dice que nos va a venir muy bien para lo que viene a continuación.
Nos van a llevar a una excursión, pero mientras llega la hora pasamos un rato por los alrededores de la casa. Estamos en una elevación al borde del lago, y no puedes escapar a su embrujo. Te quedas mirándolo, hipnotizado, sin que pase el tiempo. Ernesto también se sale afuera, pero él tiene trabajo. Se sienta sobre un artilugio de palos de madera unidos por cuerdas que tiene preparado a las afueras de la casa. Es un telar. Sentado en un tablón situado en el centro del artefacto, con sus pies sobre unas tablillas como si fuese un coche y las manos por encima alternando tiras de lana de alpaca, va haciendo que se entremezclen en un entramado de tejido que va creciendo lentamente. Mueve su cuerpo de forma coordinada y automática. Sin quitarse el sombrero, con los pies descalzos, su tez morena curtida por los años atiende a la máquina, aunque otras veces lo hace al lago, donde se pierde su mirada.
-La tarde
Nos llevan a un lugar del pueblo donde hay más turistas. Un guía nos dice que vamos a subir a una montaña. No está muy alta, pero en un par de horas andando subiremos unos doscientos metros más de altitud, y con ello superaremos los cuatro mil metros con respecto al nivel del mar. Nos dice que conviene que vayamos cogiendo un poco de una planta que crece a los lados del camino, y tras machacarla con las manos inspiremos su olor. Es la misma “muña” que nos dieron en la comida.
Al llegar a la cima la vista es increíble. En la distancia se intuyen los bordes del lago que pertenecen a Bolivia, y más cerca, las costas y las pequeñas islas de Perú, que tienen un reflejo plateado del sol de media tarde. Aunque esto es sólo un esquema mental de lo que habla el guía, porque si lo miras desde otro lado, desde antes que existiesen Bolivia, Perú, España, los Incas, aquello debió de ser todo el universo conocido para los pueblos que vivirían en su costa, sin países ni fronteras definidas.
El guía nos habla de que el nombre de la isla es “Amantaní”, que en quechua significa “tierra de paz”, y que la montaña en la que estamos se llama “Pachatata”, que en quechua quiere decir “padre tierra”. Pero en la isla, lo que más predomina desde donde estamos es otra montaña de casi la misma altura, que se llama “Pachamama”, y que en quechua significa “madre tierra”. Al parecer hay diez comunidades en la isla, y según costumbres que se pierden en el tiempo, una vez al año hacen la fiesta de la Pachatata y la Pachamama, y se dividen, y unas suben a la montaña de la Pachatata y otras a la de la Pachamama, y se saludan desde ambas.
-La cena
Ya ha oscurecido, hace bastante frío. Entro a cambiarme a mi habitación y siento un inesperado cobijo. Estos muros de adobe, que parecían tan pobres y rudimentarios proporcionan una buena temperatura. Las mantas, que parecen hechas a mano por ellos, también trasmiten calidez. Salgo afuera. El cuarto de baño está en una casetilla a las afueras de la casa. No hay agua corriente, sólo unos cubos de agua. Me alumbro con mi mechero en la ida y en la vuelta.
En la habitación principal están todos los demás. Es pequeña pero acogedora, se utiliza como sala de estar y cocina a la vez. El fuego no sólo sirve para preparar los alimentos, sino que además calienta el hogar. Los utensilios están colgados en la pared y la mujer de Ernesto y su hermana a veces se levantan de unos taburetes pequeños a cogerlos mientras preparan la comida. Hay también algunos estantes de madera y piedra. Todo parece fabricado por ellos. Cuando la cena está dispuesta, el fuego se queda encendido, y las mujeres acercan sus taburetes a la mesa.
Durante la cena no hablamos mucho. Hay bastante silencio. Las mujeres de por sí hablan poco, Ernesto está bastante ocupado en sus sopa de vegetales, y nosotros después de la caminata tenemos bastante hambre. El que más interviene es Lanfranco, que da muestras de apreciar mucho la comida y siempre pregunta por los ingredientes de cada plato. Esto es natural en las personas a las que les gusta cocinar, pero se cumple especialmente para Lanfranco ya que trabaja como cocinero en Italia.
Cuando terminamos de cenar acercamos los asientos al fuego, formando un corro. Me parece raro ver sentadas a las dos mujeres sin hacer nada. Siempre están haciendo algo, moviéndose. De vez en cuando hablan entre ellas como en un susurro. Es quechua. Les cuesta entendernos. Cuando le preguntamos algo apenas asienten o repiten lo que le decimos. Además son muy tímidas. Enrique trata de hacer de traductor, pero yo rompo la situación sacando un pequeño cuadernillo que compré en un mercado de Cuzco “El Quecha es fácil”. Todos se ríen al verlo y observar mi seriedad y mi teatral interés por aprender quechua. Lo abro y se quedan expectantes a ver lo que digo, y ríen más fuerte todavía cuando intento leer alguna frase básica, como un impronunciable: Imanollataq kaykanki? (¿Cómo estás?), o un: Allinllaku kekayanki? (¿Estás bién?). Pero lo que más gracia les hace a las dos mujeres es cuando busco varias palabras del tipo: Munayki (te quiero) o Yumanakuy (hacer el amor). Se ha roto el hielo, y Enrique comienza a hablarnos de sus vidas.
Tuvieron varios hijos, pero todos se fueron a la ciudad, aquello es pequeño y no hay oportunidades para todos. La vida allí es dura, se despiertan a las cuatro de la mañana y se acuestan a las ocho, siguiendo siempre el ciclo del sol. Trabajan parte del tiempo en la casa, en el telar y otra parte cultivando una pequeña porción de tierras. A pesar de estar en medio de un lago no disponen de demasiada agua para cultivar. No tienen un grupo electrógeno que les permita tener electricidad y mover agua para el cultivo. Nos habla como un dios de Fugimori, un expresidente de Perú que está en la cárcel, porque fue el único que les instaló un grupo electrógeno en la isla. Pero a los años se estropeó. Nos habla de aquella época como dorada, en la que podían cultivar más cosas, ampliar su dieta e incluso comerciar.
Pero también Enrique nos habla con orgullo de sus costumbres, de su historia. A pesar de estar tan aislado parece un hombre sabio. Le encanta escuchar cosas de nuestros países, se le nota en la cara una extraña fascinación cuando le damos detalles. Finalmente, como mi cámara no tiene batería, le enseño algunas fotos hechas con mi móvil durante lo que llevo de viaje por Perú. Cuando ve Machu Pichu se emociona y casi llora. A pesar de estar relativamente cerca, creo que nunca ha estado allí.
-La fiesta
La maravillosa conversación se termina, tenemos que irnos. Según nos comentaron a la llegada, por la noche nos llevarían a todos los visitantes del pueblo a un lugar donde se celebraría una especie de fiesta. La hermana de la mujer de Ernesto nos avisa de que ya es la hora, y nos advierte con un gesto de que nos abriguemos bastante. Y efectivamente fuera hace mucho frío. Y está muy oscuro, pero nos conduce guiándonos con una linterna hasta un local en el centro del pueblo.
Es muy humilde pero bastante grande comparado con el resto de construcciones. Hay un salón engalanado con banderas y telas típicas, iluminado todo por dos bombillas alimentadas por un acumulador. Hay mucha gente allí de varios países. A Lanfranco y a mí nos dan ropa típica de hombres, un poncho y un gorro, y con las mujeres hacen otro tanto. Reparten también vasos con “chicha”, su bebida típica. Varios hombres cantan y tocan instrumentos andinos en un pequeño escenario, mientras un ejército de mujeres pequeñitas como nuestra anfitriona se reparte por entre los visitantes para hacer que salgan a bailar. Al final consiguen que baile todo el mundo, incluso yo.
Cuando se acaba la música termina la fiesta. La vuelta a la casa se antoja más complicada. La mujer va delante con una linterna por los tortuosos caminos del poblado, que como además está sumergido en un pequeño bosque, se hacen más oscuros aún. Si te pierdes estás listo, no hay luz en las casas, en las calles, por ninguna parte, y el lago es una pared negra que sólo se intuye. Pero al llegar a un claro Lanfranco y yo le pedimos a la mujer que se detenga. Miramos al cielo, hay algo que nos llama la atención a los dos. Lanfranco dice: “hay nubes”, y yo le digo, “no, no son nubes”. Cuando fijo la mirada en el cielo me doy cuenta de que lo que lo recorre de un lado a otro es la vía láctea, y en ese momento me doy perfecta cuenta de porqué le pusieron ese nombre. Una noche sin luna, a casi cuatro mil metros de altura, en una isla en medio de un gran lago, sin luz eléctrica,… nunca la he vuelto a ver igual.
-Se acaba la noche
Estoy escribiendo esto bajo la luz de una vela. He gastado el gas de un encendedor para ir al servicio. Podía haber ido con la iluminación del móvil, pero ya se me ha gastado la batería de la cámara de fotos, y no quiero que además se me gaste la del móvil, no por hablar por él, que no puedo, sino porque mañana al amanecer no pueda hacer fotos. El amanecer aquí debe ser maravilloso.
Apago la vela.
Jose Antonio Borrero