El nombre de “Zanzíbar” siempre fue evocador, como algo muy lejano, en un oriente inalcanzable, un lugar de los cuentos de las mil y una noches. El nombre de su capital, Stonetown, no es tan evocador, pero sí lo es la ciudad. Quizás sea la ciudad más vieja que he conocido. Pero no porque fuese fundada antes o después, o por la antigüedad de sus edificios o sus monumentos, si no por su aspecto. La noble decadencia de sus casas, de sus edificios, las grietas de sus fachadas nos muestran el paso del tiempo como lo puedan hacer las arrugas en la piel de un anciano. Sin que nadie nos lo diga se percibe su pasado ostentoso, pero también su caída en el olvido. En ningún lugar he visto tal mezcla de civilizaciones. Hay rincones que nos recuerdan que es parte de África, otros que una vez fue el feudo de un sultán árabe, otros que muchos comerciantes de la india pasaron por allí, y otros tantos que fue una colonia británica. Pero, aunque no se pueda ni sospechar, bajo su limpio cielo azul, entre la blancura de sus calles estrechas, entre su colorida vegetación, también se esconden oscuros rincones de piedra, donde infinidad de hombres y mujeres fueron arrancados del continente africano, hacinados antes de ser embarcados hacia cualquier destino como esclavos. Es como si la que podría ser una de las más bellas ciudades del mundo estuviese maldecida por su pasado, y que esta maldición la mantuviese así, vieja y olvidada, y sólo reconocida como la perla que fue, por quien se atreve a perderse por el laberinto de sus calles, entre sus gentes.
Jose Antonio Borrero